Aracely Rivera lleva 40 de sus 66 años como vendedora informal. Pasó la mitad de su vida recorriendo las principales arterias del corazón capitalino, soportando las inclemencias del sol o las torrenciales lluvias. Hoy con un improvisado puesto a orillas de la calle Delgado, en pleno centro de San Salvador, todavía sueña con un local propio donde pueda vender dignamente.
Aracely Rivera es una comerciante capitalina que habla con soltura y se mueve como pez en el agua en medio de los recovecos del centro histórico.
Mientras camina abriéndose paso entre el bullicio de otros comerciantes, sujeta su delantal de rojo intenso y cuenta las anécdotas de una vida difícil como vendedora ambulante, pero que en lugar de endurecerla, la han hecho más humana.
Llegó a las principales arterias del centro capitalino cuando rondaba los 25 años, movida asegura por la necesidad de ganar dinero. Ya tenía a su hija mayor, en ese entonces de ocho años y aunque su esposo, que era maestro de obra le ayudaba, no alcanzaba para mucho.
Su esposo falleció tiempo después y ella se convirtió en madre soltera de sus tres hijos y no hubo lluvia o intenso sol que la detuviera en sus ganas de salir adelante.
Aracely que cursó hasta el quinto grado, cuenta que de niña pasó siempre muchas necesidades y aprendió rápido que debía buscar la forma de ganar dinero por su cuenta.
“En mi casa éramos nueve hijos y mi mamá no tenía estudios, recuerdo que hacía empanadas y nos las daba a los más grandes para que las saliéramos a vender y de eso comíamos todos”, recuerda Aracely.
Cuando Aracely llegó al centro capitalino no tenía un puesto fijo y así pasó por más de veinte años, recorriendo desde los alrededores del cine Metro hasta el mercado central, en ida y vuelta, y por las calles aledañas vendiendo calcetines que se colgaba en los alrededores de su cuerpo.
Luego, pudo instalarse en una acera siempre frente al excine Metro y ahí, cuenta crió a sus hijos. “Ahí en esa esquina – señala el lugar- tuve a mis tres hijos, primero en cajitas de cartón o madera y luego cuando pude les compré un corralito y así los crié, pasamos muchos momentos duros pero Dios nos cuidó”, recuerda.
Su más grande orgullo es que con esa modesta venta de ropa, logró que dos de sus tres hijos se graduaran de la universidad y pudieran tener una mejor calidad de vida, pero ella, sin pensión ni otro tipo de ingreso, sigue en las ventas, hasta que Dios le de fuerzas.
Como muchos comerciantes de la zona, se ha enfrentado a problemas como la delincuencia, el robo de mercadería y el acoso de los agiotistas que los ahogan con los intereses de los préstamos.
“Yo he pasado momentos en que sentía que no podía ni vivir de tanto que debía y los agiotistas acosan y uno debe pagar y volver a prestar, porque de lo contrario no se tiene para invertir ni para seguir sobreviviendo”, cuenta.
Si bien sigue vendiendo en el corazón del centro histórico ha logrado instalarse en un modesto espacio en la calle Delgado, de las calcetas pasó a vender todo tipo de ropa para dama y caballero, ropa interior y sandalias, pero el puesto es pequeño, no hay agua potable y para ir al sanitario debe caminar hasta el parqueo de la exbiblioteca, a unos 500 metros de su lugar de trabajo.
Incluso guardar su mercadería es difícil, porque el peso de los años le dificulta moverse en su espacio tan reducido. Ha visto pasar varias administraciones de gobierno central o municipal que les han prometido a ella y a millares de comerciantes ubicarlos en un verdadero mercado, pero nada se ha concretado.
“Yo lo único que aspiro ya a mis 66 año, es lograr contar con un puesto bonito, un lugar donde pueda moverme sin dificultad, que sea limpio y sobre todo que sea digno”, dice esta comerciante, ese dice, sería el regalo de su jubilación.